Transitar el borde plantea un riesgo: desacomoda, disloca. Somete a prueba lo que creemos sabido y aprendido. Produce movimiento. Expande. 

Este último concepto, en lo contemporáneo, es recurrente. Sobre todo, cuando intentamos definir algo que parece ser, pero no lo es del todo. Es la capacidad elástica que heredaron las artes de las vanguardias y de la que, todavía hoy, conservamos su influencia —su historicidad—. En este sentido, una luz que irrumpe en el espacio e insinúa una silueta; una escalera que en apariencia brota del suelo y se trenza sobre las paredes estrechas de un nicho; un velo que está suspendido sobre una estructura metálica nos hacen intuir las palabras adecuadas para nombrar aquellas configuraciones plásticas que están frente a nosotros, y sin embargo, dudamos.

¿Una escultura? ¿Una fotografía? ¿Un gesto pictórico? No importa en realidad. Los lenguajes, camaleónicos, evidencian las fronteras, no como opuestos, sino como puntos de encuentro: un carácter múltiple. Lo escenográfico se instala en el espacio; la luz que constituye un registro es atmósfera y recorre el lugar; la aparente bidimensionalidad de una imagen adquiere volumen cuando se despliega sobre un aparente pedestal.

Esta muestra dispone una pregunta, recurrente en el trabajo de Daniel Álvarez Ospina, por la ciudad liminal, periférica, en la que reside y registra con su cámara. Reconocemos la iconicidad  de sus imágenes bajo otra configuración de gestos en el espacio. Comprendemos que eso que creíamos conocer se ha fracturado. Emerge de otra manera (expandida, ¿quizá?) y remite a múltiples asuntos. Se aleja de lo conocido para habitar el borde.